EL DESPERTAR
DE CTHULHU
Por L. Benjamín Román Abram 1
Durante
el verano de 1925, la víspera de iniciar mi riesgosa y solitaria expedición, le
dije a mi buena hermana Miriam que estaba alejado de la pretensión de romper
alguna marca. Que solo buscaba probar la fascinante hipótesis de mi fallecido
maestro de historia de la Universidad de Miskatonic, Henry Dayland, sobre que
algunos hombres en plena glaciación regresaron de América a Asia, su lugar de
origen, y no por el estrecho de Bering, sino por el océano Pacífico.
Tras un
mes en el mar, comencé a aceptar que había fracasado en mi empresa, ya que las
corrientes y los vientos me habían llevado muy lejos de mi destino y mi barcaza
no resistiría mucho tiempo. Tres días después, cuando inicié el regreso de la
civilización, naufragué y perdí todo, salvo lo puesto y un puñal que pude
colgar de su estuche en mi cinturón. Mi salvación fue una isla que alcancé a
nado. Una tortuga pequeña y unas cuantas frutas me mantuvieron con vida por
cinco semanas, ese tiempo fue suficiente para darme cuenta que de ahí nunca
sería rescatado. Decidí arriesgarme. Con troncos amarrados con fibra de coco
construí una balsa, y me aventuré una vez más, tenía que acercarme a las rutas
marítimas transitadas por los cargueros.
Mucho
antes de lo esperado, mi embarcación se rindió y volví a enfrentar mi cuerpo al
mar. Tras cuatro horas de braceo, mis fuerzas me abandonaron, ya no pude
avanzar. Lo que pasó luego lo consideré extraño y sorprendente, dejé de nadar y
en lugar de sumergirme terminé de pie. Bajo el agua había un área sólida.
Cualquiera que me hubiese divisado pensaría que yo podía andar sobre la
superficie acuosa del Pacífico.
Caminé
con bastante dificultad, porque me resbalaba, hasta que llegué a la orilla.
Estimé que el islote no tenía más de doscientos metros de extensión. Antes de
una hora se dio la bajamar y un suelo verdoso se hizo visible, poseía algo de
vida adherida a este, así que desesperado arranqué ciertos crustáceos rojos y
los comí. El sol pronto se exhibió y ayudó a que mi escasa ropa se secara.
Mi organismo
había desmejorado, o me auxiliaban o me esperaría la muerte. Mi ánimo había
sido vencido y pensé si lo mejor no sería suicidarme, y no esperar que la
muerte decidiera el momento; sin embargo, mi amor a la vida era mayor. Me tendí
sobre el suelo, de agradable temperatura, pero me di cuenta de que esto no iba
a durar ante las olas, que empezaron a ingresar, empujadas por el viento, al
islote y que pronto bañaron mis pies. Esto hacía que me desplazara centímetro a
centímetro, con el riesgo de llevarme hasta el océano. Tomé mi puñal, lo hundí
en el suelo hasta el mango, enseguida hice tiras de mi ropa y las até de un
tobillo a esa particular ancla.
En ese
instante, lloré mi desgracia, luego dormité. En mis sueños bailaba, acompañado
del ruido blasfemo de tambores tribales, repetía con otros acólitos, en
horrible tono, una letanía, “des-pier-ta”. Luego, una especie de sacerdote del
tártaro se arrastró en el claro del bosque, se puso de pie ante diez inocentes
niños que estaban en el centro del lugar. Mostró un mazo repleto de filudas
protuberancias, y luego comenzó a golpearlos en piernas, y demás partes no
vitales, estaba claro, iba a enseñarnos los innombrables trucos de la tortura y
luego sacrificarlos al dios que duerme en la Tierra, no vi más, me desperté confundido.
Regresé
a mi verdadera opresión, a mi realidad en esa pequeña isla que había evitado
con las pesadillas por unas horas. El fresco de la noche calaba mis huesos y el
agua se alzaba. No debía soltarme de mi atadura al puñal, la alternativa de
terminar sumergido en el mar no me era halagüeña. Me mantuve de pie hasta que
llegó el día y pude recostarme con la incomodidad de estar semidesnudo y sentir
en mi nariz un hedor terrible e inmundo del suelo, probablemente por su
constante humedad. Me entregué al mundo onírico y mi parte etérea ascendió unos
quinientos metros sobre el islote, y me vi a mí mismo tendido en posición fetal.
También observé que un objeto flotaba hacia la orilla, y pronto supe que era un
resto biológico, una garra colosal, más allá de lo catalogado por la ciencia, de
un cuerpo kilométrico. Vi mejor, el islote no existía, lo que tomé por tal era
la parte superior de una cabeza impía. El agua cristalina y la distancia
dejaron descubiertos tentáculos de cientos de metros que salían de esta. Tenía
que ser un monstruo antiguo, la de un dios poderoso y telepático, que dormía
sin saber del náufrago, sin saber del insecto que se había posado encima de él.
Lejos un moderno vapor se acercaba a la cima de una ciudad sumergida que yo no
habría visto en caso no estuviese a esa altura. No era imposible pensar que por
el tamaño del ser pudiese estar tocando dicha construcción, tal vez su antigua
cárcel.
Retorné
a mi cuerpo y desperté. Todo era real, en la lejanía se divisaba el barco, y
mucho más cerca unos botes. No sé qué hicieron o lo que hicimos, o si fue una
fuerza del universo, pero el gigante de los gigantes, Cthulhu, despertó y su
primer movimiento bastó para que yo comenzase a resbalar. Mi mente se aceleró
como nunca antes, en menos de un segundo recordé mi vida completa, hice
conjeturas, llegué a conclusiones, saboreé la sabiduría y grité, grité toda mi
historia. Algo me indicaba que mis palabras no se perderían en lo insondable,
¿las ondas sonoras de mi voz se guardarían en la memoria del universo o de otro
cosmos? Yo solo sabía que alguien, en algún lugar, se enteraría de lo ocurrido,
de que no estamos solos en la Tierra, que no fuimos sus primeros habitantes. Y
que con esa información escribiría historias. ¡Es mi fin, ahí está el abismo
oceánico que me tragará!
Luis Benjamín Román Abram (Perú, 1970). Es
abogado, especialista en seguros y administración de empresas. Narrador y
poeta, editor y capacitador en ofimática para escritores, asimismo es
divulgador cultural. Parte del movimiento fantástico peruano. Sus cuentos,
principalmente de esta temática, han sido publicados en diarios y revistas
nacionales e internacionales. Es autor del libro de relatos En Envase Pequeño y
está culminando el poemario Sensaciones. Director del fanzine de micro ficción Minúsculo al Cubo, reseñador en May Neim.
Es miembro fundador del grupo literario Argonautas.