DEMONIOS
En la soledad de la
cabaña el enclenque joven empezó la mayor invocación de la que era capaz para
ver a aquel ser maldito del que tanto le advertieron los sacerdotes y monjas.
Rompiendo así, la antigua promesa infantil que le hiciera a su madre: mantener
alejada su curiosidad de los caminos del ocultismo.
El pentagrama de cenizas humanas comenzó a enrojecerse
y el piso de vieja madera a temblar, los lobos de las cercanías aullaban. En
medio de un frío cruel comenzó a materializarse un cuerpo. Su piel estaba en
carne viva, su vientre mostraba los intestinos expuestos, y de su frente surgían
unos cuernos enmarañados. Luego de un minuto, la forma terminó de definirse, y ahora
se podía sentir su hedor, tan denso que parecía sólido.
El silencio que se
produjo pronto se vio cortado por la voz cavernosa y lenta del demonio. Este
dijo: «Irrespetuoso adorador, me has traído del infierno sin mi permiso, ahora
vivirás muchos siglos en la Tierra para experimentar sus males, el dolor de sus
enfermedades y odios, y solo después vendrás a mi reino para seguir deseando
nunca haber sabido de mí». Levantó la puntiaguda cola apuntándola hacia su
víctima.
El chico dejó la lupa
que estaba usando y la colocó a un lado, luego saltó hacia el centro del
pentagrama y se produjo un sonido seco, como de un globo pinchado por una aguja.
Muy sonriente con su hazaña, recurrió a simples utensilios de limpieza para
eliminar la manchita que había dejado al reventar de un pisotón a ese demonio
de un centímetro de altura.
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